Enrique
M. Rovirosa
La rispidez política que existe hoy
día no es sino el reflejo de las muchas
cosas que están mal en nuestro país
y que necesitan enmendarse urgentemente.
En materia de empleo por ejemplo, si seguimos
por el mismo camino que se observó durante
este sexenio, un saldo que ni siquiera alcanza
un millón de plazas creadas cuando se
exigían poco más de 7 millones,
en diez años la pobreza alcanzará
proporciones más que alarmantes.
Y es que no puede seguirse apostando a la válvula
de escape que representa la emigración
hacia el vecino país del norte, pues
por más que digan que no se puede detener
el flujo de personas, las medidas que está
aplicando el gobierno norteamericano para ejercer
un mayor control sobre su frontera, más
temprano que tarde, tendrá los efectos
deseados.
Con ello, la presión social al interior
de nuestro país crecerá en la
proporción y velocidad con que lo haga
el desempleo.
Si bien algunos quieren ver la problemática
exclusivamente como un asunto de reformas estructurales
de índole económico, la verdad
es que las cosas van más allá
del tema fiscal, energético o laboral.
Los cambios que se requieren abarcan también
lo político, lo administrativo gubernamental
y lo más importante quizá, las
relaciones de poder que se dan entre lo público
y lo privado.
Y es que ningún país puede progresar
si no se procura un equilibrio entre las fuerzas
que motivan y buscan el lucro y aquellas encargadas
de lograr el bienestar social. La historia ya
ha demostrado una y otra vez que si bien ambas
fuerzas pueden y deben ser complementarias,
la mayoría de las veces resultan antagónicas.
Hay que reconocer que, desde la crisis de diciembre
del 94, el gobierno federal en aras de crear
condiciones ideales para motivar la inversión
privada y retomar el crecimiento con estabilidad,
descuidó lo más importante: el
progreso general.
Quiérase o no, hay evidencias de sobra
que durante este periodo se otorgaron privilegios
de más a un grupo muy reducido de agentes
económicos, tanto nacionales como extranjeros,
con el consecuente deterioro de las condiciones
económicas de la mayoría. Y si
bien hay estabilidad y se lograron las condiciones
para retomar un crecimiento económico
sostenido, no puede soslayarse el hecho de que
esto fue posible gracias a un costo social sumamente
elevado.
Crecer no significa desarrollar y revertir
este proceso no será cosa fácil,
pues nadie renuncia a sus conquistas sin oponer
resistencia.
Por mencionar un caso, ahí está
la denominada “Ley Televisa”, misma
que -en opinión de varios expertos- es
garante de la continuidad del duopolio televisivo
en nuestro país, en perjuicio no sólo
para que compitan otras empresas en el futuro,
sino para la sociedad a quien se le niegan alternativas
para un manejo transparente y equilibrado de
la información.
Para algunos, nos resulta muy preocupante el
rol que jugaron y siguen desempeñando
los medios de comunicación, especialmente
la televisión, en torno a los asuntos
políticos recientes en el país.
Si bien la mayoría no lo percibe así,
en los hechos ésta se ha conducido bajo
el interés de un grupo que raya en las
mejores épocas de regímenes fascistas.
Por ello, uno de los cambios que se requieren
es también la de crear condiciones mínimas
que garanticen la expresión de las distintas
corrientes de pensamiento y la imparcialidad
de los medios, no sólo en asuntos de
tipo político sino también en
aquellos de interés general para la sociedad,
por más controversiales que puedan ser.
La democracia no puede circunscribirse, como
algunos pretenden, únicamente al derecho
a sufragar. Entre muchas otras cosas, debe garantizar
también el acceso a la información
de manera libre, sin sesgo, ni distorsiones.
En esta época, el principal medio de
comunicación en el mundo es la televisión.
Ésta es y debe verse como un bien público,
es decir, como un medio en el que puedan expresarse
todas las ideas, sin menoscabo de las responsabilidades
sociales que ello implica.
La cotidianidad ha demostrado que si bien es
intolerable que el Estado controle los medios
de comunicación con propósitos
perversos como es el de subyugar a la sociedad,
también lo es que éstos estén
bajo el control de un grupo reducido que los
utiliza para defender y sostener sus privilegios.
Por ello, dada la gran influencia que ejerce
la televisión sobre el comportamiento
de los individuos, es tiempo de reconocer que
los derechos que le confiere la propiedad privada
deben estar circunscritos al interés
y derechos de la misma sociedad.
La libertad de prensa si bien muchos la conciben
como sinónimo de libertad de expresión,
en los hechos no necesariamente ocurre así.
Por ello, deben de encontrarse los mecanismos
para que la televisión sea mecanismo
y garante de ésta.
Lo anterior, es tema sumamente controversial
pero debe formar parte de la agenda del cambio
que tanto se pregona. No hacerlo, significará
seguir eludiendo afrontar los problemas que
han dado lugar a las grandes desigualdades en
nuestro país. Y, por ende, que sigamos
condenados a ser un pueblo marginado e inmerso
en la pobreza.
Viernes,
8 de septiembre de 2006. |