Enrique
M. Rovirosa
El aumento sostenido en el número de
delitos del orden común aunado a la ola
de ejecuciones y crímenes que han azotado
a nuestra entidad en últimas fechas,
ha sido motivo para que muchos no sólo
exijan la acción inmediata de todas las
autoridades policíacas sino, incluso,
demanden la intervención del ejército.
El clima de inseguridad que se vive ha llegado
a un punto tal que, no sólo explica el
hecho que el gobierno norteamericano haya lanzado
una alerta a sus ciudadanos para que se abstengan
de viajar a la frontera con México sino,
también, justifica el que algunos empresarios
ya amenacen con abstenerse de cumplir con sus
obligaciones fiscales, en tanto no se apliquen
medidas de emergencia que resuelvan el grave
problema.
En este estado de cosas, resulta necesario
destacar dos apectos: primero, la experiencia
ha demostrado que el involucrar al ejército
en asuntos que son competencia exclusiva de
las autoridades civiles no sólo es un
error de principio, sino que alarga toda posibilidad
de que se apliquen soluciones de fondo. Segundo,
debe entenderse que los problemas de inseguridad
no son algo que surge de un día para
otro, sino que son el resultado de un largo
proceso de descomposición social.
Y que en éste último, intervienen
muchos factores que si bien pueden ser aislados
e independientes unos de otros, al final, se
conjugan –cual si fueran ingredientes
de una formula química- que arroja los
resultados que se tienen hoy día.
También es necesario recordar que los
problemas de seguridad no son exclusivos de
Baja California. Si bien tiene matices de ser
mayúsculo en esta región, la verdad
es que se extiende a lo largo y ancho de toda
la república mexicana.
En este problema intervienen la marginación,
la pobreza, la desintegración familiar,
la corrupción y, en fin, un sinnúmero
de variables que requieren cada una de un análisis
detallado por separado.
Si se acepta la premisa anterior, entonces
debe entenderse que la solución no puede
darse ni está en los cambios y mejoras
que puedan darse en una o algunas de las instituciones
encargadas de combatir la delincuencia, llámense
órganos de seguridad municipal, estatal
o federal.
La delincuencia surge y forma parte de los
valores intrínsicos que tiene una sociedad
y por ende, de las instituciones que ha creado
para frenarla.
Una sociedad con valores bien definidos y con
visión acerca de cual debe ser su destino
tendrá, instituciones sólidas,
dispuestas y preparadas a enfrentarse a los
males que le aquejan; mientras que una sociedad
sin claridad hacia donde se dirige, dividida,
con su esperanza coartada y débil, tendrá
instituciones incapaces de afrontar los problemas
que se le planteen, tal y como sucede en nuestro
caso.
Si bien es cierto que en el discurso oficial
y toda la información mediática
que se nos proporciona, se maneja de manera
insistente en que nuestras instituciones son
sólidas y capaces de enfrentar todos
los retos que se les presentan, los hechos demuestran
todo lo contrario.
De ahí que no sólo sean incapaces
de frenar la ola delictiva que nos embate sino
que no sepan cómo actuar, aún
cuando sea ineludible hacer uso legitimo de
la fuerza pública, como en los casos
de Atenco, Oaxaca y otros más.
El problema de la delincuencia y el crimen
en nuestro país, requiere soluciones
integrales de mediano y largo plazos.
Si bien no deben ni pueden dejarse de aplicar
medidas correctivas inmediatas, no hay que olvidar
que éstas no dejarán de ser simples
paliativos. Hay que tener conciencia de que
la salida está en un horizonte más
largo.
Desgraciadamente, en todas las esferas gubernamentales
se ha eludido hablar en éstos términos,
ya sea por temor al reclamo social o bien, por
omisión.
El problema de la inseguridad debe abarcar
no sólo la mejoría de los órganos
de vigilancia e impartición de justicia,
sino la revisión de otras instancias
como son los programas educativos, la función
del gobierno, el centralismo, el combate a la
corrupción, etcétera.
Quizá lo más importante será
introducir un cambio de actitud en la sociedad
hacia aquello que representa la perversidad.
Desde hace años, se ha divulgado el
concepto de que el mundo no es blanco o negro
sino más bien una progresión de
grises. Bajo esta noción, se ha dejado
de lado lo más importante que consiste
en distinguir entre el bien y el mal. No se
trata entrar en una discusión de carácter
teológico, sino resaltar la esencia misma
de aquello que debe normar las relaciones entre
los seres humanos.
Vivimos en un limbo, en el que las cosas malas
se hacen pasar como buenas. Y para ilustrar
el punto, sólo basta con ver lo que hacen
la mayoría de nuestros gobernantes. Así
por ejemplo, el presidente Fox ha negado insistentemente
en que no violó ninguna ley al asumir
la postura pública durante el pasado
proceso electoral respecto a quien no debía
gobernar a México, en alusión
obvia a Andrés Manuel López Obrador.
Y se ha mantenido en ello, pese a que el Tribunal
Electoral del Poder Judicial de la Federación
(TRIFE) ya determinó que si violó
las normas.
El TRIFE por su parte, al reconocer que hubo
violaciones a la Ley pasó por alto aplicar
sanción alguna y sólo se limitó
a expresar lo que podría considerarse
como un regaño.
Bajo este contexto, lo que sucede en nuestro
país en materia de seguridad no debe
ser motivo de extrañeza. En un mundo
de grises, el grado de crimen e inseguridad,
es relativo y, por ende, tolerable. Y más
para quienes tienen el deber de resolverlo.
Mientras siga manejándose esta falsa
retórica, y no llamar a las cosas por
lo que en verdad son, el avance en materia de
seguridad va a ser pueril. Pensar lo contrario
es vivir en un mundo fantasioso.
Viernes,
22 de septiembre de 2006. |