Enrique
M. Rovirosa
El despido de la reportera Carmen Aristegui del noticiero matutino de MVS
Radio a raíz del cuestionamiento que hizo al aire respecto al supuesto
problema de alcoholismo del presidente Felipe Calderón no es, en mi opinión,
un conflicto que tenga que ver sobre si es verdad o mentira el señalamiento
que formularon a este respecto los diputados del Partido de la Revolución
Democrática (PRD) y del Partido del Trabajo (PT) a través de una
manta en el recinto del Congreso de la Unión.
Tampoco se trata de un problema de si es o no una violación al código
de ética que rige la relación laboral entre el concesionario y la
periodista, tal y como se argumentó para justificar la decisión.
Y menos, que sea algo que raya en el ámbito de lo privado como sugirió
el ex candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, añadiendo
que no debiera ser tema de discusión en los medios de comunicación.
No, no hay que dejarse engañar, la separación de Aristegui de
MVS es, en esencia, un problema que tiene que ver con la libertad de expresión
y la libertad de prensa; emancipaciones que constantemente repiten nuestros gobernantes
son derechos inquebrantables de todos los mexicanos.
El caso de la cronista ha puesto al descubierto que hay quienes, desde las
altas esferas del poder, se oponen a que existan personas independientes dispuestas
a cuestionar, denunciar y opinar sobre temas que incomodan. Estos personajes
quieren medios informativos sometidos, que traten sólo aquella información
que les resulte conveniente. De ninguna manera desean escuchar discusiones que
pongan en alerta a la población sobre sus debilidades, oscuros intereses,
componendas, doble moral y demás.
El supuesto problema de alcoholismo del presidente Calderón no es tema
nuevo. Se ha ventilado en distintos círculos desde hace varios años,
sin importar que no se hayan aportado pruebas de ello. Sólo resta visitar
algunos sitios web para corroborarlo. De ahí que el cuestionamiento de
Aristegui no sólo era oportuno a raíz del episodio que se vivió
en el Palacio Legislativo, sino que cubre una necesidad social consistente en
saber si los rumores son fundados o no.
La periodista lo único que hizo -para gusto o disgusto de muchos- fue
plantear de manera directa una cuestión que otros no quisieron o no se
atrevieron a enunciar. Que si fue duro, irrespetuoso o fuera de lugar carece de
importancia. El hecho es que ella y cualquier otro reportero tienen pleno derecho
a formular esta y otras interrogantes.
La libertad de expresión conlleva a que todos respetemos el derecho
de otros a decir lo que piensan, por más que resulte ofensivo. Es una condición
necesaria -aunque no suficiente- para que se pueda considerar que se vive en una
democracia. Cualquier intento de suprimir esta libertad se considera censura;
no obstante, se debe reconocer que toda libertad debe ejercerse con responsabilidad.
La salud y estado mental del presidente de una nación es tema de interés
público. No importa que en el caso de México, el Instituto Federal
de Acceso a la Información y Protección de Datos (IFAI) haya establecido
reservas tratándose de aquella correspondiente a los funcionarios públicos.
Esta negativa oficial no debe ni puede ser condición para confinar los
cuestionamientos que hagan ciudadanía y reporteros.
Es innegable que el ejercicio de la libre expresión puede llevar a
cometer abusos que desemboquen en enunciados erróneos y ataques indebidos
a la reputación de algún funcionario público. No obstante,
esto es preferible a que dicha libertad y la de prensa capitulen.
Es un hecho que gobiernos y poderes fácticos se oponen a aquellos cambios
que minan su poder. De ahí que si queremos vivir en una sociedad libre
y progresista, debemos defender nuestra libertad de expresión y condenar
por todos los medios a nuestro alcance a aquellos que tratan de reducirla. No
hacerlo es condenarnos a seguir en un país inseguro, corrupto y de escazas
oportunidades de progreso para la gran mayoría.
Miércoles, 9 de febrero de 2011. |